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19 nov 2011

DEL BALÓN A LA BOLITA

Lo expresado en el título surge de una reflexión que hice durante varias semanas de ocio, con motivo de viajar a Miami en la primavera de este año invitado al primer cumpleaños de mi primera nieta, que resultó una copia al carbón de mi último hijo, y su esposa, también con las mismas características y nacida en Cuba. Los tres padecen una enfermedad crónica llamada hiperquinetismo, que produce sufrimientos colaterales a quienes los rodean y padecen. A la niña la bautizaron con el nombre de Miranda, en vez de Adrenalina.

Como afortunadamente ambos actualmente conservan sus respectivos trabajos, estuve las 24 horas del día bajo el influjo de un remolino que me dio por llamar “Mariquita Terremoto”, en honor a una vieja tira cómica argentina del maestro Breccia, antecedente gaucho de “Mafalda”, o de la “Pequeña Lulú” Made in USA.

Nadie me obligaba a tirar en el suelo los 80 abriles de mi esqueleto, para jugar con muñecos de peluche, hacer de ventrílocuo con “Dora la Exploradora” de trapo, o tirar la pelota de goma a rodar para que ella saliera rauda en su captura por toda la sala. En el intento se caía unas quince veces por segundo y como un resorte se levantaba hecha una molleja de risa con un cómico chichoncito en la cabeza. Por el contrario, veinte minutos más tarde, rendido de solo verla, yo totalmente ileso, no podía siquiera levantarme.

A veces la acompañé junto a su nana al supermercado más cercano, que ahora allá le dicen o se llama Pol. Dicho establecimiento cuenta con un área protegida para los parvulitos, con un piso alfombrado al que solo se permite entrar en plantilla de medias. El espacio cuenta con tunelitos, canalitas, cubitos, escaleritas etc., todos en miniaturita como para que el niñito o la niñita corra, juegue, y se caiga o trate de romper las paredes con su dura cabecita sin peligro alguno porque dichos obstáculos están tapizados con material sintético; el mismo con el que actualmente parecen estar forrados nuestros infantes.

Claro, el que más sufría con aquello era menda: Mientras ella se reía, se levantaba, y lo intentaba de nuevo, yo me comía las uñas del almuerzo.

A los quince minutos, o a lo sumo media hora, la terapia surtía efecto y teníamos que cargarla y llevarla dormida en el coche de regreso al apartamento, para disfrutar un par de horas de asueto hasta su primer berrido por el pomo de leche.

En el parque, ya fuera de césped o de chorros de agua, ocurría lo mismo. Había que tener mucho cuidado pues cada vez que ella veía una pelota corría persiguiéndola sin percatarse de que otros infantes mucho mayores, también iban tras ella para patearla. Yo apenas sin poder, también salía eufemísticamente disparado para que no metieran el gol con Miranda en vez del balón.

Estas son a grandes rasgos, las pequeñas experiencias del juego como terapia ocupacional, tranquilizante nervioso, y en última instancia: expresión de alegría en las más tiernas edades.

Hace algún tiempo un experimentado pedagogo me dijo: “Lo que se aprende jugando no se olvida”; y de inmediato me estableció la diferencia entre entretenimiento y deporte, aunque ambos se complementen. Por lo tanto en la educación, en el deporte, y en casi todas las actividades humanas, el juego es vida, acción, alegría de vivir: En fin expresión de libertad.

Ya de regreso meses después con dichos antecedentes, pude constatar cómo estos actos intuitivos en las primeras edades con sus variantes, se repiten a lo largo de toda la vida casi sin percatarnos de ello; sin embargo todo cambia y la dialéctica de la vida hace también sus jugarretas.

Hay quien trabaja para vivir y quien vive sin trabajar. La mayoría pertenece al grupo de los 99 por ciento, y el uno por ciento restante practica el deporte del ocio. Según entendidos, el padre de todos los vicios, porque parece no tener madre.

Los pertenecientes al segundo grupo se acostumbran a coger los mangos bajitos y jamás sacuden la mata o se suben a ella: Creen ser eternamente niños, y que ahí me las dejen todas, aunque les hayan salido bigotes o se queden calvos de puro viejo.

Con el tiempo todos vamos perdiendo facultades físicas para correr, saltar, montar bicicleta, patear el balón, o lanzar la pelota; eso que tanto disfrutábamos de niño.

Es entonces la hora de practicar lo que se llama el deporte pasivo, no masivo, convirtiéndonos en managers de glorieta; ésos que se las saben todas, critica lo que sale mal en el terreno y aplaude la jugada perfecta, que ya había pronosticado para sus adentros.

Es un Jalisco, que nunca pierde porque si pierde arrebata con sus exabruptos. Lo comprobé en algunos compañeros al finalizar los Juegos Deportivos Panamericanos de Guadalajara, también en tierras tapatías. Se ha dado el caso de alguno de estos “sabihondos” atarugándose al gritar a favor o en contra, sin percatarse de tener un emparedado en la boca.

Más perjudicial aún resulta la práctica del deporte radial o televisivo donde el disfrute tiene un doble efecto negativo: La suma del sedentarismo con la obesidad, mientras uno se cree vivir de nuevo los tiempos del mataperreo en el parque, o la algarabía del recreo en el colegio, donde el deporte y el juego se hermanaban en una misma acción lúdica.

Ahora tienes el mando a mano y ni siquiera debes mover el esqueleto para ir al estadio, ni subir o bajar las escaleras en las gradas para localizar el único asiento vacío.

Cuando te entra sed o hambre con estirar la mano ya tienes la cerveza fría en el refrigerador, o la croqueta caliente en el fogón. A veces ni siquiera eso, pues ahí está tu servicial media naranja, que solo se pone agria al perderse la bronca entre los protagonistas de la telenovela en el capítulo de esa noche.

Cuando el pitcher le pone a la bola no hay quien le batee. Peor sucede cuando a todo lo dicho, la bola o el balón, son sustituidos por la bolita, convirtiendo el juego en adicción, para sumarle a la emoción la codicia. Es decir, ponerle interés. Sobre el juego de azar ya habíamos reflexionado en un post anterior, pero nunca está de más recordarlo. Últimamente hemos visto el renacer de esa negativa adicción en nuestro país, y como siempre hay o habrá algún ingenuo interesado en practicar ese juego, le recordamos su propia promoción: “El banco pierde y se ríe”. Deporte, en que solo usted saldrá llorando. Todo porque ha puesto su futuro a merced de un número, o un “bicho” -como lo bautizaron en Cuba las “charadas”- que arruinaron a mi abuela peseta a peseta.

Por nada.

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